Fotografía de: Kat Jayne. Tomada de: Pexels.com
La humanidad conspira sobre ella misma y como crueles espías agazapados nos convertimos enemigos propios de la debacle. La institución de la verdad ya no es virtud de la ética sino un estorbo a aquello que queremos ver en los oasis del oportunismo. La tiranía de la post-verdad se ha impuesto y la mala suerte está echada.
Pensé que la mala hora había pasado y habría primavera lenta y serena en los próximos años. Una marea de eventLa mala suerte está echadaos y objetos convergentes hacia la transformación social y una era más humana presagiaban buenos vientos. El mudo había recabado en los esencial su deber y su conducta: en el deporte, las artes, la academia y la naturaleza. Todo en conjunto creaban un montaje creíble que abordaba el respeto a la vida y de las libertades. Un éxtasis filosófico de Clístenes, quien señalado por muchos (y muchas) como el padre de la democracia ateniense, faltaba poco para consumar su sueño oneroso de la isonomía o igualdad de los ciudadanos ante la ley. El titán de la tiranía iba a ser derrotado y sepultado en lo profundo del pacífico. Muchos vacíos llenos de esperanza y algo de ingenuidad.
Y cuando todo parecía marchar sobre los rieles de la modernidad, apareció el Armagedón pragmático de la post-verdad. Unos pensaban que podía ser la consecuencia lógica de la verdad, cómo algo más allá de lo divino y lo inminente: la misma espada de León-O, “señor de los Thundercats”. Pero esta visión fue errada, con infortunio inevitable. Este “post” no era sinónimo de evolución, más bien se trataba de un pésimo chiste de la nueva cantina digital, cuyos excusados fétidos e insultantes proclamaban la independencia de la verdad. ¡Algo increíble! Credibilidad al falso y desprecio a la verdad. Cual sentencia de Pilatos, ha ganado la masa ignorante.
A pesar que trato ser fiel a mis principios y mis cavilaciones políticas y sociológicas – el que diga que es firme y coherente con su replica sacia su doble moral con el ego de su narcicismo – y respeto la posición y los racionales adoptados por los demás, trato de extraer argumentos que acentúen los dichos ajenos o recaben en mi conciencia dudas o preceptos trasnochados.
Sin embargo, algo que no puede ser transable es el valor absoluto de la verdad. Otra cosa puede resultar en la digestión de ésta. Algunos lo llaman: “la interpretación de los hechos y las acciones”. Para otros se denomina “realidad individual”. Pero la verdad en única, no existen mundos paralelos o momentos divergentes que permitan observar situaciones diferentes. La verdad es la historia, y esta última es invariable.
Lo anterior ha llevado a que se haya perdido el don de la interpretación por algo perverso y digno del valor de la ignorancia: el querer escuchar lo que se quiere, omitir lo inconveniente, y lo que puede ser más infame: transformar la verdad. La infracción infraganti y descarada del octavo mandamiento de la ley divina. La realidad hecha mentira. El fracaso del mundo moderno. La “post-verdad”. El oído ensordeció a la virtud de la verdad y, con lujuria procreadora de infamias en las redes sociales, su dinámica exponencial nos bombardea sin piedad. Si la tecnología juega al servicio febril de la viralidad carente de verdad, seremos una raza que desaparecerá ahogada en la guerra. La guerra por tener razón de la post-verdad. Irónico, ¿cierto?
Si aterrizamos esta compleja realidad global a nuestro terruño andino, y próximos al momento de elegir al próximo presidente de la república por el próximo cuatrienio, las pesquisas en ríos revueltos de desinformación son las publicaciones de cada día en los muros (de la infamia) en las redes. Pero al margen de esa realidad virtual, que dista mucho de la verdad, un hecho incomprensible radica en la perpetuidad de la continuidad. El status quo nos ha embargado el alma, y cada año de senectud, más arraigado estamos a él. La vieja frase de cajón: “no esperes resultados diferentes si siempre haces lo mismo” de Albert Einstein es una profecía incumplida, porque nunca hemos practicado en una existencia no retada. El estado colombiano y su dirigencia son files retratos de ello.
Durante todas los días y semanas del establecimiento democrático, se advierten de innumerables actos carentes de ética y con vicios de inmoralidad. Logramos sostener un edificio agrietado por la corrupción, la guerra y los carteles, creyendo con firmeza que aún aguanta el gran peso de la desigualdad y la pobreza. El desconcierto es arrollador cuando, con la mirada propia de la indiferencia, no hacemos nada por el cambio. Nosotros, los mismos, con las mismas artimañas de la falsedad y la doble moral, utilizando las cualidades de la post-verdad, cegamos la objetividad y nos convertimos en fieras bestias emocionales. Y como consecuencia argumental, elegimos a los mismos, para que nos gobiernen con los mismos, en las mismas. Un pueblo ensimismado en su mentira y locura.
Por suerte, y sonará a excusa de conformistas, el mundial llega como el opio al pueblo. Y no lo escribo desde una perspectiva peyorativa, sino loable. Los mejores del mundo exponen sus virtudes. Las batallas se libran sin muertos. Las diferencias se dirimen con talento y los árbitros son muestra de la justicia humana imperfecta pero concluyente. A pesar de los cáusticos debates, porque todos somos expertos sin serlo (en lo más mínimo), la camaradería continua. Al fin y al cabo, es el reinado del futbol.
Luego del 15 de julio, cuando se juegue la final en Moscú, volveremos indefensos a reposar en esta vida republicana, con titulares de prensa que recordarán la verdad, pero que ignoraremos por obra y gracia del gran colombiano.
Lea también: Credo al “Señor del Ubérrimo”
Colofón: Excelente el resultado electoral construido por Sergio Fajardo y la coalición Colombia. Lograron sacar de las sábanas a muchos incrédulos de la posibilidad de cambio. Podría ser un buen presagio dentro de cuatro años.

